Si cada làgrima que tengo llorada se hubiese convertido en caricias. No habrìa en el mundo un sòlo anciano que no hubiese sido acariciado.
Saya Maabar

Dedicado a las abuelas Amanda, Adela, Marìa y a todas y cada una de nuestras abuelas…


 

 

El Pan Dulce de las abuelas

La cercanía de la Navidad alteraba los ruidos normales en la casona de Boedo. Las florcitas de las glicinas parecían correrse para no interrumpir el rápido caminar de mi abuela, entrando y saliendo de la casa, con el fin de tener todas las compras hechas para la hora indicada.
En la parte trasera de la casa, donde vivían, mi tía abuela ordenaba y revisaba cuidadosamente los utensilios que usaría a la tarde: el tamiz para la harina, los potes para las pasas y frutas secas, las jarras de medir, los moldes para que leve la masa, tapados luego con impecables repasadores blancos, hechos con tela de bolsas de harina, y muchas cosas mas, que alborotaban el orden habitual de la cocina.
Los pulcros delantales doblados sobre la mesa indicaban la proximidad de la hora señalada.
El perfume de los jazmines y de la madreselva se mezclaba con el aroma de la harina y la fruta abrillantada que se encontraba ya en sus potes.
Mis ojos recorrían toda la escena sin perder detalle. Desde muy pequeña, ése era una día especial, muy esperado por mí.
A las seis en punto, se escuchaba la voz de mi tía abuela:

- Marìa ¿vamos a empezar a llevar las cosas a lo de la Beba?
- Ya fui a llevarlas hace rato…
- Pero Marìa, las frutas secas y el cognac ¡todavía están acá!
- ¡Claro!, como si yo tuviese veinte manos…

Y así entre rezongos y sonrisas comenzaba el ritual que tanto esperaba.
Veía como las manos de mi tía abuela mezclaban la harina con otros ingredientes, como se iba formando una masa compacta que luego se iba poniendo en moldes de latón para levar…

- Dame los repasadores Marìa, que no se enfríe la masa…
- Adela, los tenés al lado de tus manos…

La tarea continuaba, el fuego permanecía encendido para darle calor a la masa mientras las pasas se rehogaban en cognac, la fruta abrillantada era enharinada y ya quedaba todo preparado para el paso siguiente.
Entonces venía la charla amena, los chistes de mi abuelita, los recuerdos de mi Tata, como yo llamaba a mi tía abuela y los comentarios de mi madre.
Con la carita manchada de harina me refugiaba en el regazo de mi Tata. En silencio, escuchaba atentamente sus palabras.
El tiempo pasaba, esa noche no dormíamos.
De pronto, llegaba con el olorcito del extracto de malta. La hora de volver a amasar y agregar las frutas. Mis abuelas me daban un poquito de masa y yo también hacía mi Pan Dulce.
Se ponían en los moldes y se comenzaban a hornear, el mío también.
Mientras se esperaba la salida del horno, de los tan ansiados Pan Dulces, arreglaban el pesebre o discutían cuál ensalada era mejor para la cena de Noche Buena.
Mi familia no tenía mucho dinero, lo necesario para las Fiestas se juntaba durante todo el año y se iba guardando en una Caja de Té en la alacena. Pero la falta de riqueza le daba un sabor de esperanza a la comida de Navidad, algo del sueño esperado y del esfuerzo logrado.
Por fin salía del horno ese olorcito tan peculiar y poco a poco, los Pan Dulces se iban acomodando sobre el mármol de la mesada. El más chiquito, negro y duro, era el mío, pero mis abuelas con infinito amor lo colocaban junto a los demás y me felicitaban por mi trabajo.
Yo sabía que su dulzura sólo provenía del cariño de mis abuelas, pero mi orgullo era haber estado con ellas todo ese tiempo, que en ese entonces, parecía largo y que con el correr del tiempo se me hace que era muy corto.

Estoy sentada en la mesa de Noche Buena, las agujas del reloj han dado muchas vueltas, ya no soy esa niña, sino una mujer madura.
La vida me ha dado muchas cosas, entre ellas dinero y éxito, para estas Fiestas he comprado los mejores Pan Dulces, sin mirar el precio.
Corto uno de ellos y lo reparto entre los miembros de mi familia, llevo a mi boca un trozo y le doy un mordisco.
Nunca pude olvidar la humedad de la masa de los Pan Dulces que hacían mis abuelas, ¡Qué extraño! También es húmeda y suave. Lo saboreo y me doy cuenta que no tiene para nada el sabor de aquellos Pan Dulces, sin embargo, sigo extrañada por el parecido de la masa.
De pronto me doy cuenta: los dulces recuerdos hicieron que mis lágrimas cayeran sobre el trozo de Pan Dulce, por eso su humedad.
Las lágrimas siguen brotando de mis ojos, despacio, suavemente se deslizan por mi rostro y caen sobre él, lo miro y mi mente vuelve al pasado.
Viene a mi mente el Pan Dulce chiquito y negro al lado de los otros. Huelo el aire y me convenzo de que jamás habrá otro Pan Dulce como el de las abuelas. Pero eso es, porque aquellos contenían más ingredientes que los demás: estaban hechos con la fina piel de sus manos arrugadas, con el amor que salía por sus poros y llegaba así a la masa. Por la ternura de sus ojos expectantes de la cocción y además por su presencia iluminando su decoración.
Supe que jamás volvería a comer otro igual, pero vuelvo de mis recuerdos y levanto la copa y digo: ¡Por los abuelos! ¡Feliz Navidad!

Por un momento, luego del brindis, saboreo mi Pan Dulce y parece el que siempre comí.
Tal vez, las lágrimas llevaron a esa masa algo de todo ese amor que dejaron las abuelas…
De lo que no tengo dudas es que ellas brindaron conmigo…
Saya Maabar





 

LA SILLA DE PAJA


La casa antigua se encontraba vacía, las enredaderas y los jazmines apenas mostraban alguna flor, en su vano intento, por no morir.

Abrieron la puerta gastada. El velatorio parecía haber quedado ya en el olvido y no había pasado ni una hora.

Apoyaron sus cosas donde pudieron y Magdalena, que era la sobrina de la abuela fallecida dueña de la casa, fue la primera en hablar: ¡Bueno! ¿Qué vamos a hacer con las cosas del fondo?

Mariana observaba la escena como a través de un vidrio, recorría con la vista las habitaciones mientras caminaba lentamente por esa casa, que para ella lo era todo.

Se alejaba de los otros, a lo lejos se escuchaba la disputa, los parientes discutían: ¡Vos!, ¿mira quien habla?

- Fui yo, quien se ocupó de ella.

- A vos no te corresponde nada, y además…

La disputa entre los hermanos podía continuar de por vida, total eso fue lo que pasó durante todo el que vivió la tía abuela, pero Mariana se excluía voluntariamente de esa conversación que realmente aunque previsible, le repugnaba.

Entró en la habitación de su abuela y caminando como si no quisiera hacer ruido se movía lentamente. Con la punta de sus dedos tocó el viejo ropero de caoba torneado. Todavía olía a lavanda y recordó: No le pongas tanto almidón a las camisas María, se ponen muy duras.

- No te metas en lo que no sabes Adela, ¡vos a tus libros!

- Te lo digo porque a Marianito no le gustan tan duros los cuellos

- ¿Y cuando se quejó?

- Siempre María, no seas terca.



Y así continuaban en una rencilla que terminaba con algún recuerdo gracioso o una burla dulce a la abuela, que en realidad era la tía abuela, ya que María, la terca, era la hermana y abuela materna de Mariana.

Esta seguía caminando como entre nubes, llegó así al comedor diario y de pronto le pareció ver como Adela y María se acomodaban alrededor de la radio grande y de forma oval para escuchar la novela, cada una de ellas con sus labores; Adela con su tejido y María con su bocha de zurcir medias y su alfiletero en la muñeca. Parecía que la luz que alumbraba el lugar, amarillenta, daba más calidez a esa escena que ella tantas veces, de pequeña, había contemplado.

Los gritos la arrancaron de esos hermosos recuerdos. ¡Que opine la nena!, decía la madre de Mariana... Cómo una autómata se dirigió a la entrada de la casa ¿qué pasa?, preguntó evidentemente molesta. Es que tu tío quiere vender la parte del fondo, ¿y

- Mariana le decía su madre: si él no hubiera nacido la casa sería mía, entonces a vos no te importa todo lo que sufrí para arreglarla y mantenerla.

- Mamá, dijo Mariana, esta casa siempre fue de la abuela, no importa los papeles que le hayan hecho firmar.

- ¿Cómo podes decir eso?

- Porque ¡es la verdad!

La discusión se puso mas acalorada entonces Mariana pudo retirarse sin ser notada y volvió al fondo de la casa, se sentó en el patio y revisó con su mirada los altos de la pared todavía manchada de la humedad de la higuera de las uvas.

- ¡Mas arriba, hay más racimos!

- Espera mamá, ahora las corto, decía mi tío

- Proba Adela ¡qué dulces!

- María te van a caer mal están calientes por el sol

- Siempre igual, arruinando la fiesta, falta que digas que las lave

- Creo María que eso no debería necesitar decirlo

La risa de todos contra los sabios consejos de la tía abuela, siempre medida y protectora de todos ponía color a la ocasión.

Observo de nuevo y vio que ya no queda mas que ramas secas retorcidas donde se encontraban las uvas y la higuera, era tan vívida el recuerdo de las reuniones en ese lugar del patio a la hora del ángelus, cuando su tía abuela le leía historia de santos, poemas o contaba sobre sus padres entremezclado con los mates que servía la abuela María –enojándose por tener que ponerle poca azúcar, cuando a ella le gustaba muy dulce-, el campanario de la Iglesia cercana marcaba la hora del encuentro.

Otra vez gritos y Mariana, como siempre, mansamente caminando al encuentro del desastre.

María no hablaba miraba con tristeza la escena mientras se preguntaba en que se había equivocado para que sus hijos actuaran de esa forma, ella que habiéndose quedado sin marido cuando su hijo era chico, aún había trabajado todo el día en el Mercado, acarreando cajones de manteca y vendiendo leche y queso; sin una queja para darle lo mejor a sus hijos dentro de sus posibilidades. Veía desesperada como sus hijos peleaban por lo que ella llamaba "unas cuantas miserias”.

La casa siempre fue grande y muy cuidada per. no era un palacio, no contenía cuadros de valor, ni porcelanas, sí algunas piezas especiales que su hermano, el tío Lolo, despachante de Aduana, había traído de Francia. Pero en realidad no se podía comprender cual era el motivo de tanta codicia y ambición.

Mariana alcanzó a escuchar cuando su madre insistía sobre el tema de la supuesta división de la casa: ¿sabes bien que la parte de adelante es mía y la de arriba de la nena?



- Por eso mismo el fondo es mío y puedo hacer lo que quiera dijo mi tío.

Ante la dantesca escena Mariana no pudo contener más tantos años de silencioso dolor y dijo irónicamente: ¿alguien sabe donde está el testamento?

Todos parecieron petrificarse, mientras María, sollozaba. Mariana volvió a decir: ¿me escucharon

- Su madre fue la primera en responder ¿de qué testamento estás hablando?, la abuela no hizo testamento.

- ¿Estás segura

- Lo sé, por eso se dividió la casa para evitar problemas luego, así lo quiso la abuela.

- No, respondió firmemente Mariana. ¡Ustedes la obligaron!

- ¿Nosotros? Dijo su madre.



Se miraban entre sí dudando y con recelo, Mariana gozaba ese momento, de pronto de uno en uno fueron recordando que tenían algo que hacer y se fueron retirando. María se quedó mirando dubitativa a su nieta.



Mariana recordaba muy bien las semanas de búsqueda intensa que había realizado su madre e incluso cuando rompió las cerraduras de la cómoda tallada en busca del testamento. Pero el famoso testamento nunca se encontró.

- Vamos abuela, le dijo Mariana tomándola de un brazo.

- No llores más, ahora nos van a dejar en paz.

Así caminaron hasta el fondo y se sentaron un rato en el patio recordando bellos recuerdos que hacía que los jazmines parecieran volver a revivir igual que la madreselva.

Ambas, sin hablar, sabían que algo se había salvado, aunque no lo comentaran. Iban a tener que dejar de pelear porque la duda que había insertado Mariana en sus corazones, la posibilidad de que ella tuviera el testamento los inmovilizaba. Si así fuera, ellos sabían bien que la abuela le había dejado la casa a su nieta, porque siempre había dicho que Mariana jamás los iba a dejar en la calle, que en ella confiaba. Por eso pocos días antes de morir la llamó y de un doble fondo de su cajón sacó su misal romano y se lo dio diciéndole: si algo me pasa quiero que esto lo tengas vos, me acompaño toda la vida.

A pesar del llanto de Mariana ella lo tomó ante la insistencia de su tía abuela a la que tanto amaba.

Comenzó a anochecer y a refrescar entonces ambas se levantaron y comenzaron a caminar hacia la puerta de salida, Mariana se dio vuelta para echar un último vistazo y observó la silla de paja que descansaba solitaria al lado del banco donde habían estado sentadas. Allí se sentaba la abuela todas las tardes hasta los últimos días de su vida, la silla era de madera y con asiento de paja, ése era el motivo por el cual no había entrado en la ambición desmedida de su familia.

Mientras se iban acercando a la puerta de calle, Mariana pudo ver como de la silla de paja salía un extraño refulgor. Siguió observando hasta que cerró la puerta de calle, ella sabía que el mayor tesoro de la casa estaba a salvo.

Pasaron los años se vendió la parte del fondo, hubo cambios de todo tipo, Mariana nunca volvió pero sabe que la silla de paja, aún sigue allí.
Saya Maabar


 

Ella espera…

Todos los fines de semana, ella espera…

Con su vestido negro, con sus manos sobre la falda acomodando los pliegues de su falda, con sus manos nudosas y ásperas alisa sus canosos cabellos.

Yo no la conocía, solo la saludaba cuando pasaba y ella con una tímida sonrisa, me decía: ¡Hola hija!

Entre los últimos rayos de sol y la penumbra de la casona vieja, parecía una flor que nacía de entre las piedras.

El lugar era verdaderamente deprimente, la pintura descascarada y sucias las paredes, los cuartos vacíos y fríos, esa oscuridad que trae el dolor y la pobreza en soledad. La vida en sus constantes sorpresas me había llevado a vivir a una pensión, yo que le había regalado casas a mis familiares, yo que había cuidado a mis padres, siempre, me quedé sin dinero y entonces no hubo un lugar en la casa de mis padres, donde yo me pudiera refugiar. Pero en la vida, no todo es tan negativo, como uno cree. Estar en esa situación me hacía sentir muy triste pero no me sacaba las ganas de luchar y seguir adelante. En el cumplimiento de ese objetivo, entraba y salía de la Pensión, con el único deseo de no regresar a ella.

Asimismo, fueron muchos los meses que permanecí en dicho lugar, así me comenzó a intrigar la vida de esa mujer anciana, que todos los fines de semana, se vestía y perfumaba esperando a alguien que nunca vi llegar.

Una tarde de sábado, le pregunté a la encargada porque siempre se sentaba allí esa anciana y a quién esperaba…

La mujer gorda respondió con rapidez: siempre lo mismo…Espera al hijo, un tipo importante, no sé a que se dedica, pero una vez ella me contó...

Y ¿nunca viene? Le dije.

No, ella lo sigue esperando pero hace más de tres años que está acá, manda a una empleada a pagar a fin de mes.

La observé mientras ella seguía mirando hacia la entrada de la Pensión con una chispa de esperanza en sus ojos cansados

Cambié algunas palabras con ella, pero vivía en un mundo muy propio, que no quería vulnerar y menos aún traer, sin querer, a su memoria algún hecho que la hiciera sentir mal.

Llegó la Nochebuena y mientras cerraba la puerta de mi habitación observé que ella estaba esperando, me acerqué le di un beso y le desee ¡Feliz Navidad! , ella también hizo lo mismo conmigo y luego su sonrisa volvió a ser una mueca en su arrugado rostro. Entonces me di vuelta y le dije: me olvidaba de decirle que su hijo me dijo que esta Navidad iba a estar de viaje y como fue urgente no pudo venir personalmente a avisarle, ella me miró y dijo: ¿pero está bien?

Sí, le conteste pero triste porque no va a poder estar con Ud…

Me miró dulcemente y con lágrimas en los ojos entro a su pieza con una sonrisa en sus finos labios.

La encargada que estaba mirando cuando le entregué la llave me dijo: que bien que hizo, esta noche va a estar feliz.

Yo contesté: eso espero…

La mujer mientras acomodaba unos papeles me dijo le deseo que pase una ¡Feliz Navidad con su familia!

¡Gracias! Lo mismo para Usted y los suyos, hasta luego…

Baje los escalones, me arreglé el cuello del saco y comencé a caminar sin rumbo.

Yo, no tenía a nadie, que me esperara…
Saya Maabar

MUNDO DE GLICINAS


Parece que fue ayer cuando miraba absorta por los vidrios del comedor, del fondo de la casa antigua, como caía la lluvia en incontables hilos de agua tornasolada sobre el patio de baldosas blancas y negras.
Me quedaba parada quieta y absorta ante, para mí, esa escena maravillosa.
En la medianera pintada de cal blanca la humedad formaba figuras que rápidamente se convertían en otras a medida que caía mas agua. Las grandes gotas arrastraban consigo al caer pequeñas florcitas de glicinas lilas y blancas, de los ríos de agua que se deslizaban en el patio hacia la rejilla salía un aroma florido, penetrante que persiste aún hoy en mí, como si pudiera olerla todavía.
En mi infancia las lluvias significaban aguaceros de agua florida que me protegían del mundo y me hacían soñar con cosas bellas. Ese perfume se entremezclaba con el rico olor que salía de la cocina y el chisporroteo de la grasa mientras se cocían las tortas fritas.
Abuelita preparaba una gran fuente de ellas mientras mi tía abuela, ya en la mesa –como golosa incurable- preguntaba: ¿ya están las tortas fritas María?. Sus ojos claros y brillantes hacían luces ante la idea de la llegada de las tortas. Con su delantal blanquísimo, entonces aparecía la abuela: ¡Bueno! Acá están, ahora traigo las tazas de té con leche…e inmediatamente mi tía abuela me sacaba de mi silenciosa observación con una exclamación ¡nena, vení a comer!, ¿Qué estás mirando?. Su dulce y melodiosa voz parecía sacarme de un sueño. Dándome vuelta le sonreía y me sentaba en la mesa vestida con un sencillo mantel blanco bordado en punto cruz. ¿Qué estabas pensando? Repitió mi abuela, en nada en especial le contesté, pero por dentro decía: en mi mundo florido de los días de tormenta donde todo es alegre, colorido y posible, donde soy una niña protegida por los muros intangibles que forma el agua al caer, donde no hay gente que me grite ni me golpee.
¡Pobres!, ellas no sabían de mi dolor, trataban de dármelo todo pero no podían evitar que mi madre me golpeara para impedir que estuviera con ellas y que mi padre fuera indiferente a mis resignados silencios debido al sufrimiento.
Había cometido un gran pecado que yo recordaba, desde que comencé a tener uso de razón: era inteligente, observadora y para colmo era linda.
Eso producía en mi madre que descargara sus resentimientos en mi a través de constantes cargos e ironía y tambien a golpes.

- ¡No te hagas trenzas, parecés una india!, decía con expresión de asco en su rostro.
- ¡parece que no tuvieras familia!, me gritaba cuando quería ira a ver a mis abuelas; que era para mi un elixir de vida y alegría que me permitía soportar anta desilusión.

Los días de mi niñez transcurrieron entre luces y sombras, entre los atardeceres bajo el limonero del patio de baldosas junto a mi tía abuela mientras con su infinita paciencia me leía deliciosas historias, agregando dulces palabras para hacer más emotivos sus relatos, y mañanas con despertares llenos de palabras fuertes e hirientes que hicieron que siempre me levantara asustada, temblando.
A pesar de todo, cuando la tristeza me invadía recorría el patio techado de glicinas, mi mundo. La casa de mis abuelas, grande y llena de jazmines y rosales era mi oasis en el desierto de mi existencia.
Las glicinas formaban parte de la casa, le daban el único marco de paz que iba a impedir que los tropiezos de mi niñez arrancaran de mí los sentimientos de amor hacia las cosas bellas y sagradas de la vida.
Bajo las glicinas estudiaba y me veía abogada de porte señorial e infaltables lentes de carey. Soñaba con mi titulo desde que cursaba la primaria, en mis fantasías pasó tambien la secundaria y con florcitas lilas cayendo sobre mis libros comencé mis estudios en la Facultad.
Los años seguían pasando pero bajo la glicina seguía siendo niña. Una tarde estival sentí voces en el patio, entonces vi la escena que jamas pudo mi mente olvidar ni comprender. Con grandes golpes estaban cortando las glicinas.
Nada pude hacer pero con cada golpe sentía como se extinguía mi infancia y mi adolescencia, mi alma sangraba como la sabia que se derramaba en cada golpe. Las flores y ramas en el suelo parecían gritarme ¡no nos abandones!.
Pero el tiempo no se detuvo, las ramas fueron recogidas en un manojo y las flores barridas ya no quedaba rastro alguno de ellas en el patio de baldosas.
Ese día la casa para mí dejó de ser mi casa, perdí mi mundo. No podía dejar de pensar que había desaparecido mi muro invisible de agua florida.
Pasó el tiempo, traté de alejarme de esa casa y de esos recuerdos horribles día a día per sin éxito.
Hasta que un día de copiosa lluvia volví a oler esa fragancia, volvieron a mí los dulces recuerdos que creía perdidos. Por fin me di cuenta que en cada noche estrellada, en cada amanecer, en la sonrisa de mis abuelas aun en los momentos de dolor puedo sentir ese aroma sutil pero penetrante.
Luego de tantos años descubrí que mi mundo de glicinas no se perdió que sigue vivo dentro de mí y que puedo refugiarme en él con solo pensar en sus colores..

Saya Maabar

Un día con la abuela

Era un día primaveral, por la ventana se filtraban ráfagas de aire tibio con aroma a flores.
En el sillón frente al espejo la anciana peinaba sus cabellos blancos. Despacio, suavemente intentaba lograr esas ondas que hacían de marco de su rostro pálido de ojos claros y hundidos, tal vez, de haber mirado tanto, a la vida, de frente.
Con un poco de colonia terminaba el peinado que siempre había usado, su escaso pelo, no era el de antes, pero su voluntad lograba su pulcritud habitual.
Había dedicado su vida, a su madre y a su hermana soltera, compañera de alegrías y penurias. Luego a sus hijos y a su nietos cuando llegaron.
Su hija había muerto ya hacía varios años, la anciana nucas se lo había podido perdonar…
- No es así la ley de la vida – decía: la madre nunca puede sobrevivir a su hija…
Sus tristes recuerdos se mezclaban con su impaciencia, hoy venía a verla su hijo.
Ese hombre ahora, al que había criado con amor, dejando pedazos de su vida, para darle de comer, cuando su marido los abandonó.
¿Cuántos kilos de manteca había acarreado sobre sus hombros? ¿Cuántas mañanas de invierno tiritaba de frío en su puesto del Mercado Inclán? para que a sus hijos, no le faltara nada.
Tantos…que desde muy joven su espalda se fue encorvando por el trabajo duro mientras, su espíritu se mantenía joven.
- ¡Ah, el vestido! ¿no se me verá la enagua?, y se miraba de reojo en el espejo. Quería estar impecable para su hijo. Ese que había llegado a ser un Ejecutivo importante, con su ayuda y generosidad de siempre, con su apoyo.
- ¡Se hace tarde!, siempre viene a las seis o un poquito más tarde… ¡Está tan ocupado!
- ¿Cómo estarán mis nietos?, le habrá dicho Mario donde estoy, ¿Qué raro?, si supieran hubieran venido, pero no le puedo preguntar, se pone como loco, cuando se los nombro. No lo entiendo, no quiere que hable de ellos pero yo los extraño y estoy segura que ellos también a mí…
Se acomodó el vestido azul con florcitas blancas y se sentó a esperarlo.
Las cortinas de la ventana se batían con la ráfaga de viento del atardecer, el sol comenzó a declinar.
Se dio vuelta con esa sonrisa amplia y sincera, que la caracterizaba, y dijo:
- ¡Hola mi querido! ¿Cómo estás Marito?, llegaste temprano hoy…
Su mente recorría el pasado, ¿Cuántas veces lo había esperado, sentada en la silla detrás de la puerta de calle? Cuando iba a bailar o luego cuando salía con su novia.
- ¿Comiste algo? Acá te hice comprar vainillas y hay leche, ¿querés que te prepare la merienda?
Como antes, su mente se detenía en el blanquísimo mantel, sobre él una taza grande de asas redondas, llena de leche con azúcar y a su lado un plato con vainillas. Ella atenta a sus movimiento, con las manos apoyadas una sobre otra en la mesa, todavía húmedas de lavar los platos.
- ¿Contáme como te fue en el trabajo? Y ¿los chicos, están bien?
El sol se iba poniendo, ella se levantaba y decía:
- Mejor entorno las persianas, no quiero que te haga mal el fresco que entra por la ventana, ya bajó el sol…
Como antes, volvía a su mente su casa, la de patio florido, de madreselvas y jazmines, la que había tenido que dejar, junto a sus nietos, porque su hijo le había dicho que era mejor así.
Ella, no quería disgustarlo, pero todavía le dolía el corazón de sólo recordar su patio. Ese que lavaba con jabonada de jabón de pan y lavandina y dejaba hecho una alfombra de baldosas blancas y negras. Luego seguía hasta la vereda hasta que el agua se iba deslizando por la canaleta del cordón de la calle. Invierno y verano, sin falta, a las seis de la mañana…
- ¿Y Nilda, sigue trabajando?, los chicos ya están en la Facultad ¿no?
Otra vez su memoria recorría los rostros de sus nietos y su mente se preguntaba ¿Cómo estará de alto Alejito? Y pensar que la nena ya es abogada.
Recordaba las tardes de lluvia, con las puertas semi abiertas y el olor a jazmines mezclándose con el aroma a té con leche y el de las tortas fritas o los pastelitos de dulce, que siempre hacía. La mesa tendida y su hermana con sus nietos, riéndose de alguno de sus enojos pasajeros.
- Ya sé que no te gusta que te pregunte, pero ¿viste a Alejito o a la nena? Está bien, no te pongas así, ¡claro!, que estoy contenta de que estés aquí, pero sólo quería saber. No sé, ¿porqué, sos así con ellos?, yo esa forma de actuar, no te la enseñe…
Recordaba cuando Alejito caminaba de su mano, era ¡tan dulce! Y la nena ¡como había crecido! Tenía un cuerpo que brillaba y esos ojos, a veces me daba miedo de lo linda que se iba poniendo, después de que se hizo señorita. A ella, siempre le gustaba lo que yo le cocinaba, especialmente los huevos fritos con ajo en el aceite.
- ¿Y Oscar y la Coca? ¿los viste?, ¿Cómo están los chicos? ¿Grandes, no?
Los cinco años anteriores los había vivido en la casa de ellos, su hijo Mario, la había llevado porque no podría arreglarle la casa y el polvo le hacía mucho daño en los ojos. En realidad, nunca lo entendió, porque eso significó alejarse de sus nietos. Y él tenía dinero, podía haberla arreglado: era sólo el revoque, la casa era limpia y grande, pero vieja.
- Sí, la vi la semana pasada, viene siempre, pero te preguntaba si vos habías ido, ya se que no tenés tiempo, pero tal vez, te habías dado una vuelta…
La ventana comenzó a golpearse…
- Parece que va a llover, ¿trajiste paraguas?
Recordaba a su hermana, sentadas las dos al lado de la radio escuchando la novela, mientras ella cosía y su hermana Adela tejía prolijamente el saquito azul para Alejito.
- ¿Ya te vas? Bueno, no quiero que te retrases tu familia te espera.
Sabes que si fuera por mí, querría tenerte siempre conmigo, pero te entiendo. ¡Andá tranquilo! ¡Gracias por venir!
El tiempo seguía su paso, seguro e implacable.
De pronto, la puerta se abrió y una enfermera alta de cabellos rubios, le dijo con mucha suavidad y dulzura:
- ¡Vamos Magdalena! es hora de cenar.
- Sí, pero…

- Sí, ya sé, pero seguro que su hijo no vino porque tuvo que trabajar, no se preocupe, él seguro, que la semana que viene, va a venir.
Mientras le hablaba la ayudaba a sentarse frente a la mesa de su cuarto. Le acomodaba los platos y la jarra de agua amablemente.
- Deje de pensar y a comer…
- Sí, seguro, dijo la anciana, mientras con un leve toque en la mano de la enfermera le agradecía sus palabras.
Cuando la enfermera se retiró, corrió la mesa y se puso a mirar por la ventana. La lluvia muy fina, había comenzado a mojar las hojas de sus malvones.
El mismo olor de los malvones que estaban en los macetones de su casa, pintados de rojo y blanco. Aquellos que le recordaban el color del rouge, que nunca uso y siempre le gustó.
Esos macetones que ayudaron a dar los primeros pasos a sus hijos y luego a sus nietos. Sirviendo para que sus manitas se asieran en los costados para apoyarse y seguir.
Los ojos, color del tiempo de su hermana, en alguna de sus tontas peleas que terminaban en carcajadas.
- se sacó la ropa y se puso el camisón que coincidentemente se parecía mucho al que le había regalado a su nieta a los quince años. Sí, todavía lo recordaba, nunca le faltó la memoria. Tal vez para su desgracia, tenía la memoria intacta.
- Miró a la puerta, la enfermera cariñosamente le reprochaba, que no había comido nada. Le acomodó las almohadas y le dijo un dulce: ¡Hasta mañana, abuela!
Se dio vuelta en la cama y se dijo a sí misma, como si le hablara a la enfermera:
- no se preocupe, yo sé que mi hijo no viene y que cuando lo hace, no consigue reparar mi corazón herido.
Extraño a mi familia, sé que mis nietos quieren verme, lo sé. Tengo noventa y seis años y estoy cansada.
Mañana estaré con mi hermana tomando el té con cascaritas de naranjas secadas al sol. Con el tiempo sé que podré volver a ver a mis nietos, pero para eso falta mucho… ¡Mejor así!
Quiero que vivan y sean felices, yo tengo todo el tiempo para esperarlos… Y así, se durmió.
La enfermera de la mañana la encontró en la misma posición en que la habían dejado pero con una dulce sonrisa.
Le tocó las manos y con lágrimas en los ojos, le dijo murmurando:
- Duerma, abuela, duerma…
- Ya, no tiene que esperar…

Saya Maabar

No habrá jamás...

Al melancólico paso de] tiempo se escuchan sus palabras como un susurro, destellos de luz y nube polvo satinan los muebles; acordes de suaves melodías.
No hubo ni habrá jamás tormenta tan profunda como esta que conmueve mi alma. Presencia, sacra, inmaculada y perfecta, omnipresente. Palpita con prisa de azul refulgor mi encarnado corazón dentro de mis carnes que sirven de coraza. Me siento por momentos presa y por momentos plena.
Vuelven a resonar del final de los tiempos í£las palabras" y ensortijadamente se mezclan con las tuyas. Lánguidas manos extendidas, largos guantes envuelven esas manos y adornan aún mas sus elegantes ademanes. Como detenida en el tiempo entre los acordes de Vivaldi, tu capelina bordada de encaje negro parece tener vida propia.
Mientras tanto arrecia la tempestad, asustantes relámpagos iluminan la habitación, el reloj de péndulo se ilumina en la pared, parece cobrar vida y sonreírme. El viento cada vez mas fuerte hace sonar el reloj, unas campanadas ahogadas muchos antes de que tu voz se callara paca, pasar a sec murmullo. Copas de. ternura desbordadas reposan inertes esperando tu mirada. Esa mirada limpia, dulce, de amatista facetada que hacía palidecer a las piedras mas cotizadas. Los manteles de hilo siguen doblados dentro del papel azul que vos usabas.
Nadie se acuerda ya. mas de tanta blancura, perfumada, corno si no quisieran competir con tu satinada palidez de camafeo.
Otra vez el cuerpo que me pesa para volar e ir en tu búsqueda. Miro cada, rincón de esa habitación que de pronto cobro vida. Brilla la madera, las luces encendidas, la ¡Tiesa, tendida, todo como nace no se cuento tiempo. Tu gas cabello nacarado, tu tez solida, las manos cruzadas sobre la falda y la mfaltable dulzura en la mirada.
¡Es horrible! Pienso y me detengo, pero mi cuerpo solo escucha, a mi corazón y tu murmullo. Me acerco a voz, caigo en tus brazos apoyando mi cabeza en tus manos y "oro. Lloro años de lágrimas contenida, LUÍ alma explota de pesares encerrados, mi conciencia, sólo flota cerca sin aprisionar mis sentimientos que vuelco en vos, en una catarata de amor incesante e inagotable.
La fragancia de lavanda me envuelve suavemente, tus florcitas de lavanda decoran la mesa. Entonces pierdo mi vista en la distancia dentro del calor de tu presencia, no hablo sólo me dejo ser en vos y para vos. Me veo niña, sin maquíllale, m tinturas. Me entiendo buena y dulce sin defectos ni errores. Me veo trémula como una simple flor silvestre a tu lado, como bajo la frondosa copa del árbol de la vida. Siento tus manos deslizarse por mi pelo largo, que ya no tengo, te miro y me horrorizan actos de mi vida cometidos, entonces te reprocho tu partida, dejándome tan sola y confundida. Como si fueras culpable de tantos desastres cometidos.
Quisiera contarte y temo hacerlo, abro mis labios y tapas mi boca con un gesto indulgente. Tu amor me envuelve nuevamente peco esta vez con un manto cíe perdón. Siento deslrzarme entre límpidos aires, múltiples colores tenues me envuelven, aroma de flores me bañan.
Entonces abro mis ojos, estoy en otra habitación. Esta es oscura salvo por la luz cié la luna en la ventana. Miro a mí alrededor, ya no queda nada de lo que había, solo muebles polvorientos y en el medio una cama oscura con sábanas blancas.
Siento nuevamente mi cuerpo, ya no me pesa. No estás pero siento tu presencia. Se ha ido el sórdido dolor de la agonía, el flagelo cíe la culpa ha cesado, miro el viejo cuadro con la Virgen, que era tuyo, y me acuesto. Mis párpados comienzan a pesarme, el sueño quiere vencerme y me resisto a creer que ya no estoy contigo. Deslizo mí mano sobre la almohada y toco una pequeña florcita de lavanda, la coloco sobre mi pecho apretándola con mi mano y cierro los ojos. Ya puedo dormir ahora sé qvie nunca te irás y sé también que me has perdonado.

La mujer duerme en esa cama, y la niña juguetea mientras tanto, sin tiempo ni espacio en tu regazo amado, jamás le faltará fortaleza a la mujer para la lucha de la vida, mientras tú tengas a la nena de la mano recorriendo el camino de azucenas. Jamás perderá su hermosura la mujer, mientas tu peines los largos cabellos de esa niña. Nunca morirá esa mujer como tu no lo hiciste, porque cuando llegue ese día, ella volverá a ser la niña a tu lado, sin grises, sin dolores, dulce, tierna, agradecida. Abrazada a tus piernas, eternamente cobijada.

Saya Maabar

 

   
     

 

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